Un día como hoy, pero de 1859 una tormenta solar, conocida también como evento Carrington por el astrónomo inglés Richard Carrington, primero en observarla, se produjo una llamarada solar clase X40, con la eyección de masa coronal más potente registrada en la historia.
Desde
el 28 de agosto hasta el 2 de Septiembre, se observaron auroras que
llegaban hasta el norte de Colombia. El pico de intensidad fue el 1 y 2
de septiembre, y provocó el fallo de los sistemas de telégrafo en toda
Europa y América del Norte. Los primeros indicios de este incidente se
detectaron a partir del 28 de agosto de 1859 cuando por toda Norte
América se vieron auroras boreales.
Se vieron intensas cortinas de luz, desde Maine hasta Florida. Incluso
en Cuba los capitanes de barco registraron en los cuadernos de bitácora
la aparición de luces cobrizas cerca del cenit. En aquella época los
cables del telégrafo, invento que había empezado a funcionar en 1843 en
los Estados Unidos, sufrieron cortes y cortocircuitos que provocaron
numerosos incendios, tanto en Europa como en Norteamérica. Se observaron
auroras en zonas de latitud media, como Roma o Madrid (latitud
40°25′08″N), incluso en zonas de baja latitud como La Habana, las islas
Hawái y la población de Montería4 (latitud 8°45′N) en Colombia entre
otras.
Si la tormenta de Carrington
no tuvo consecuencias brutales fue debido a que nuestra civilización
tecnológica todavía estaba en sus inicios: si se diese hoy los satélites
artificiales dejarían de funcionar, las comunicaciones de radio se
interrumpirían y los apagones eléctricos tendrían proporciones
continentales y los servicios quedarían interrumpidos durante semanas.
Según los registros obtenidos de las muestras de hielo una llamarada
solar de esta magnitud no se ha producido en los últimos 500 años,
aunque se producen tormentas solares relativamente fuertes cada
cincuenta años, la última el 13 de noviembre de 1960 (55 años).
La super tormenta solar de 1859 fue precedida de la aparición, en el Sol, de un grupo numeroso de manchas solares cercanas al ecuador solar, casi en el momento de máxima actividad del ciclo solar, de una magnitud tan grande que se podían ver a simple vista, con una protección adecuada. En el momento de la eyección de masa coronal el
grupo de manchas estaba frente a la Tierra, aunque no parece que sea
necesaria tanta puntería, cuando la materia coronal llega a la órbita
terrestre abarca una extensión de 50 millones de kilómetros, miles de
veces la dimensión de la Tierra.
La intensa llamarada de 1859 liberó dos eyecciones de materia coronal:
la primera tardó entre 40 y 60 horas para llegar a la Tierra (tiempo
habitual) mientras la segunda, liberada por el Sol antes de que se
llenase el vacío dejado por la primera, solamente tardó unas 17 horas
para llegar a la Tierra.
La
primera eyección iba acompañada de un intenso campo magnético
helicoidal, según los datos de los magnetómetros de la época. Esta
primera etapa quedó registrada en los magnetómetros de superficie como
un inicio brusco de actividad, pero no tuvo otros efectos. Al principio
apuntaba al norte, pero después de 15 h en lugar de reforzar el campo
terrestre se oponía al campo mencionado. Esta oposición liberó gran
cantidad de energía, que comenzó a interrumpir las comunicaciones
telegráficas y formar auroras boreales, hasta pasados uno o dos días, en
que, una vez que el plasma pasó más allá de la Tierra, dejó que el
campo magnético de la Tierra volviese a la normalidad.
Una tormenta geomagnética de
esta magnitud tendría graves consecuencias para la civilización actual.
Los rayos cósmicos erosionan los paneles solares de los satélites
artificiales y reducen su capacidad para generar electricidad. Las
redes eléctricas son incluso más frágiles. Los grandes transformadores
están conectados a tierra y, por tanto, pueden ser susceptibles de ser
dañados por las corrientes continuas inducidas por las perturbaciones
geomagnéticas y aunque los transformadores evitasen la destrucción de
los núcleos magnéticos se podrían cargar durante la mitad del ciclo de
corriente alterna, lo que distorsionaría la forma de las ondas de 50 o
60 Hertz.