El
Basculamiento de Betty - ABSOLUTO - Colectivo del Uno - 10 de febrero 2009 –
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Traducción: Ana María
Beltrán
Audio
Son
las cinco de la mañana, del 6 de octubre de 2008. Duermo profundamente en mi
apartamento de St.-Jean-sur-Richelieu en el gran suburbio de Montreal, en Quebec.
Duermo,
pero vivo paralelamente un trastorno monumental. Desde mi más tierna infancia,
mi proceso de despertar matinal se produce en dos tiempos. Primeramente, tomo
consciencia de mi hábitat interior, luego, pido a mi cuerpo que se active, que
se despierte. Todo se desarrolla en algunos segundos. Paso cada mañana por esas
dos fases de arranque según un mecanismo bien engrasado que forma parte de mí y
estoy completamente a gusto con este proceso. Pero esta mañana, todo va al
revés. Mi proceso de despertar no responde ya, trato de darme cuenta de mi hábitat
interior y del despertar mi cuerpo, pero algo me mantiene en el interior, algo
impide el despertar del cuerpo. Por lo tanto, soy plenamente consciente, pero
no llego a abrir los ojos. Siento un gran malestar, como si me asfixiara. “Ya
está”, me digo, “estoy muriendo, me falta el aire, tengo una crisis cardíaca”.
Estoy en vísperas de fallecer, pero no siento ningún pánico, soy capaz de medir
la intensidad, acepto esto tranquilamente y me dejo ir. Me dejo deslizar y
abandono sin remordimiento todo lo que fue mi vida, mi cuerpo, todo lo que era
Betty.
Siento
cómo un gran remolino que parte de los pies para llegar a la cabeza, es la
constatación de un proceso que se instala, una invitación a salir de mi cuerpo,
a abandonarlo. Estaba dispuesta a hacerlo y reconocía esto fríamente como la
llegada de la muerte.
Hacía
ya un mes que estaba en este estado de mentalidad, miraba las cosas producirse
a mi alrededor y tenía la voluntad de no actuar, de dejar hacer, estaba
dispuesta a aceptar todo tal cual, esto no tenía importancia, era como un ras-le-bol (parada) general, no me
sentía concernida por nada. Comenzaba a comprobar que yo misma me había
equivocado, me decía: “¿no funciona mi historia? ¿Qué sigue? Nada funciona,
pero me lo tomo a broma y lo que pase luego no tiene importancia.”
Estaba
en una actitud de aceptación total, estresada, extremadamente fatigada y tenía
sin cesar sensaciones de ahogo, como si sufriera una presión en la base del
cuello justo en la parte superior del esternón.
En
el instante en el que me dejo deslizar, me encuentro de pie al lado de mi cama
y mirando mi cuerpo sufrir.
Tengo
convulsiones y me digo: “¡esto no es posible, sufrir así!”. Veo esa cosa que se
sobresalta y sufre a mi lado, pero no lo asimilo, no siento ninguna emoción,
simplemente miro. Entonces he aquí, es simple: estoy muriendo y lo acepto sin
pánico, me abandono a la muerte de forma serena, ninguna lucha, ninguna
protesta, nada, solamente la observación de una situación. “¡Vamos! ¡Estoy lista!”
El
decorado cambia precipitadamente: observo dos mí-mismas haciéndose frente
alrededor de la mesa del comedor. Una está de pie, la otra sentada.
Resumo:
está mi cuerpo que está tumbado en mi cama y que sufre, está la primera yo, que
observa este cuerpo y al mismo tiempo miro otros dos yo, que se hacen frente en
el comedor.
Somos
cuatro que intervienen al mismo tiempo, un yo que juega el papel de pivote y
que percibe, un cuerpo que sufre, un yo que es todo emoción y un yo que es
racional y autoritario, y todo en una percepción global, todo forma parte de
mi. No es un observador quien toma distancia, no, todo está incluido y al mismo
tiempo es distinto e identificable.
El
yo emotivo y el yo racional eran ambas facetas de mi personalidad desde hace
tiempo. Cuando el yo emotivo sufría demasiado, cuando había peligro de
destrucción comparado con las pruebas sufridas, el yo racional tomaba cartas en
el asunto, efectuaba los cambios de golpe para que todo volviera a ser
soportable hasta la próxima crisis del yo emotivo.
De
nuevo, el yo racional intervenía entonces para hacer los cambios, las rupturas
necesarias y colocar todo en orden. Hice esto toda mi vida: “Sufres y hay peligro
de desequilibrio, vamos a cambiar de entorno, vamos a cambiar de espacio, de
trabajo, de amigos, etc. “Cuando hablo de sufrimiento y de peligro de
desequilibrio, hablo de acontecimientos que habrían podido desestabilizarme
hasta un punto en el que me vuelvo no-funcional, hasta un punto en el que tengo
que ser encerrada en un instituto. Toda mi vida hasta el Basculamiento me quedé
sobre esta línea, en equilibrio entre mis mundos y lo que se podría llamar la
razón.
El
yo pivote mira al yo emotivo y comprueba una gran concentración de dolor. El yo
emotivo se queja:
“¡No
puedo buscar más siempre saber quién soy y no tener éxito jamás!” Muchas
lágrimas, un dolor intolerable: “estoy sola, nadie se ocupa de mí, la infancia
fue difícil para mí, pero sobreviví y esto continúa todavía, este
encarcelamiento a pesar de mi encarnizamiento que quiere sacarme de ahí. ¡Jamás
tendré éxito!”
Hay
muchas emociones y sinceridad en esta acta, había buscado honestamente quién
era, había probado todo y nada marchaba, me sentía completamente vacía, vivía
una sensación grande de estrés, una sensación de dolor inmenso, de ahogo en la
base del cuello. Había tratado mediante mis lecturas y mis búsquedas
esotéricas, de curar los sufrimientos de la niñita piadosa que me habitaba
desde hace tiempo y comprender por qué vivía en varios mundos a la vez. El acta
de fracaso era abrumadora. Era el último agotamiento.
El
yo racional, levantado frente al yo emotivo que está al otro lado de la mesa,
le apunta con el dedo y le dice:
“¡Cállate!
¡Deja de compadecerte! ¡Ya basta!” Y avanza amenazador. Hay una exasperación,
casi una violencia en su voz: es una orden.
El
yo racional, era la parte de mí que encontraba soluciones, el combatiente que
se dominaba en dos segundos. Ya, siendo pequeña, cuando era desgraciada, era el
que erigía las barreras, el que me construía un santuario interior donde nada
ni nadie podía alcanzarme.
Era
mi mecanismo de supervivencia que me decía cuando era demasiado doloroso: “nos
vamos, no nos quedamos ahí, es peligroso para ti”. En este punto, veía todo mi
sistema funcionar, todo era yo, pero recortado de modo que comprendía quién
era, cómo estos mecanismos se colocaban y esta percepción total era
completamente nueva para mí. El yo pivote mira el cuerpo agitarse dolorosamente
y se dice: “ya está, el cuerpo va a morir, no va a soportar esta experiencia”,
y curiosamente no se siente concernido.
El
yo emotivo está agotado, forzado hasta el fondo, sin fuerza, sin reacción; la
goma que le permite volver a la calma es alargada al máximo, cerca de la
ruptura, está al borde de la pérdida de control. Está tan aterrorizado por las
órdenes dadas por el yo racional que se empequeñece. Tengo la sensación de que
mi cuerpo disminuye y percibo mi incapacidad para reaccionar.
Ahora
mi cuerpo mide sólo cerca de 20 centímetros, no tiene más fuerza, se hace como
gelatina, se cae al suelo y se golpea la cara contra el suelo de madera. Oigo
el ruido de la cabeza que golpea el suelo en un sonido opaco.
Sé
que el yo emotivo fue demasiado lejos, que no hay ninguna solución para volver
atrás y repetir mi mecanismo de supervivencia, todo va a romperse. El yo
racional me dijo emotivo: “muere, no quiero verte más, no soy capaz de
soportarte más. “A estas alturas, el yo emotivo desaparece y la sensación de
estrechamiento del cuerpo es extremadamente dolorosa, el yo racional está
matando al yo emotivo. Es infernal de soportar.
Abandono,
dejo las armas, sabiendo que es el fin; siento a la muerte invadirme. Es la
segunda sensación de muerte, la primera era únicamente física, mientras que
ésta es emotiva. La que fallece es la persona que sufría, que quería dirigir,
que quería sobrevivir cueste lo que cueste y que no se dejaba imponer de ningún
modo. Es la que pasaba las cuentas con Dios. Al mismo tiempo moría también la
niñita piadosa que aspiraba sólo a la paz, la parte intocable, la parte de mí
misma a la que preservaba y a la que nadie podía alcanzar.
Yo
misma acabo de suicidarme, vuelvo la espalda lo más posible, mi cuerpo se
vuelve cada vez más pequeño, se hace como gelatina y mi cabeza golpea el suelo
en un ruido sordo y opaco, como dos camiones que entran en colisión frontal, el
yo emotivo se disuelve, arrastra al yo racional, todo el sistema está roto: no
soy más.
Cuando
hablo de la muerte de la niñita piadosa, es ade la muerte de lo que hay más
íntimo, de lo más auténtico en mí misma, es mi última muralla, mi última
defensa.
Siento
que me disuelvo, es el último soplo de Betty, abandono totalmente y me digo: “¡es
el fin!” Me siento pesadamente aplastada.
Es
el fin de mi personalidad, de mi yo, del centro que pensaba ser.
Y
ahí todo bascula: no hay más yo emotivo, más yo racional, más cuerpo que sufre,
justo una consciencia total. Voy al salón y me asfixio de alegría, grito: “¡soy
esta alegría!” Tengo dificultad en contener este estado maravilloso. Miro al
exterior y siento al universo, la luz me penetra. Soy lo que veo pero también
el aire que respiro.
Ahí,
soy consciente de que lo que siento es enorme, al límite de lo soportable, es
un poco como cuando se toma una bocanada de aire demasiado fresco, pero es
amplificado mil veces y esto no para y grito: “¡soy esta alegría, soy lo que
veo, soy el aire que respiro, soy la vida que está en movimiento, soy esta
corriente!” Y no puedo quedarme en el sitio.
Cuando
digo: “siento el universo”, esto quiere decir que nada es diferente de mí,
experimento la Unidad, todo lo que veo es yo, todo es pleno, todo lo que es
vibración no está más en el exterior, es yo.
Me
desplazo, estoy en movimiento como este flujo que me atraviesa, no puedo
quedarme en el sitio.
Es
paradójico de explicar, todo está en movimiento, soy todo, pero todo es
tranquilo y en paz, nada me perturba.
Soy
consciente de que ya no soy un cuerpo, ya no soy este paquete limitado: mi
pequeño cuerpo de nada, en absoluto puede contener esta energía fenomenal. Es
por eso que me muevo, por qué estoy en movimiento; es demasiado poderoso para
que pueda quedarme quieta. Compruebo que no podré guardar esta energía dentro
de mi cuerpo, todo va a explotar.
Ahora
veo mi cuerpo de una edad de cerca de 30 años, vestido relajado en vaqueros,
sentado en una pequeña silla de escuela, la cabeza inclinada sobre el lado
derecho. Tiene los ojos abiertos, pero están sin vida, como los ojos vítreos de
un muerto. Está menos vivo que una planta.
Es
como si contemplase una estatua de mi misma. Afortunadamente que está encajado
en una silla porque sin esto, caería, no puede hacer nada por él mismo.
Me
dirijo a él diciendo: “estoy tan contenta de verte, tan contenta de no estar ya
asociada contigo, tan contenta de no ser ya responsable de ti. “Me adelanto
hacia mi cuerpo y lo toco, siento que está vivo, y funciona, pero no estoy
asociada ya con él: lo veo, pero ya no es mío. Compruebo que yo misma me
equivoqué; pensaba que era este cuerpo del cual todo se iba, cada pensamiento,
cada acción, pero esto no era verdad, era un robot que yo programaba a merced
de mis pensamientos.
Es
asombroso para mí comprobar cómo esta criatura estaba por fuera de mí, como si
hubiera salido de una especie de robot. Comprendo perfectamente su función.
En
el espacio de un segundo, doy la vuelta a la situación. Soy consciente de mi
cuerpo tumbado en mi cama que se sobresalta y sufre, soy consciente del yo
racional y del yo emotivo, pero no soy más esto, el yo pivote emergió y se
transformó en esta vasta consciencia, la percepción es directa, ningún
pensamiento para clasificar todo, y directamente compruebo que no puedo
soportar esto y grito: “¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! ¡! ¡!” Soy este grito, no soy mi
cuerpo que aúlla con espanto, soy el grito en toda su amplitud, en toda su
vibración.
Lo
que digo es que soy la voz, soy la totalidad del que me rodea, no tengo
límites: si dirijo mi consciencia sobre algo, soy esta cosa, estoy unida con
todo. Es irreversible, la antigua Betty no existe más, mi antiguo modo de
funcionamiento se apagó y estoy experimentando algo radicalmente nuevo. Por
este grito, el antiguo mecanismo trató de reanimarse, pero nada más marchaba,
mi antiguo sistema de pensamiento está roto para siempre.
Miro
de nuevo mi cuerpo sobre la silla, compruebo que está inerte, que no hace nada
por sí mismo y veo hasta qué punto la locura nos empuja a torturar a esta cosa
a merced de nuestras alucinaciones, a merced de nuestras construcciones
mentales. El cuerpo es neutro, no tiene estados de alma y no soy un cuerpo: soy
todo y soy íntegramente consciente de eso desde los trescientos sesenta grados
de mi nuevo campo de visión.
Constato
cómo proyectaba todos mis estados de alma sobre este cuerpo que torturaba por
medio del deseo y que creía que era yo: era el campo de juego del mental.
Me
paseo de nuevo por el salón, porque hay movimiento perpetuo, nada es estable,
nada sobre lo que detenerse, todo se mueve, todo vibra constantemente. Ahí, los
muebles desaparecieron. Veo las paredes y el techo hechos de una materia
esponjosa azulada y viva. De hecho, no veo como usted podría ver con sus ojos,
constato y soy, y todo esto sucede de segundo en segundo, como pequeñas
secuencias que nacen y mueren. Soy consciente de que no veo ya de la misma
forma. También trato de hacer hablar al cuerpo y entiendo como un eco, como una
voz distorsionada, ininteligible. La visión cambió, el sonido de mi voz no es
percibido ya y ya no soy mi cuerpo, todo está bien, nada me afecta, ningún
pánico me borda.
Compruebo
que el mundo de la forma no es obligatorio, que el mental condiciona la visión.
Cuando el mental es extinguido para siempre, la visión cambia. El mundo de la
dualidad es un mundo agotador, el mental procura siempre nombrar, comparar,
reconocer, jamás se para, quiere siempre más, jamás está satisfecho, es un
movimiento incesante. Ahora veo lo esencial más allá de la forma.
Miro
las paredes azuladas que se borran suavemente, el apartamento desapareció,
estoy fuera, inundada de luz, inmersa en un dulce calor. Tengo delante de mí una
cadena montañosa y sobre el flanco de una de ellas veo desfilar en un color
descolorido, como una acuarela, el holograma de los acontecimientos de mi vida.
Las imágenes están plenas de vida, forman parte de mí pero no me atañen en el
plano emotivo. Me siento unida con este holograma, pero no me siento
concernida.
Mis
sentidos se reúnen y se hacen una única percepción. Mis sentidos no están ya
divididos: soy el sonido, el color, la forma, nada es limitado, todo es pleno,
completo. Avanzo suavemente con ligereza, me siento libre y en paz.
Cuando
eres el todo, no puedes no sentirte en paz; no tienes más deseos, más miedos,
no puedes comprender que algo pueda estar separado de ti.
Vuelvo
cerca de la cama y veo mi cuerpo dormir apaciblemente, más estrés, más dolor.
Acabo de bascular y en este nuevo estado, continúo mi experiencia. Me encuentro
sobre un camino en el campo y veo una pequeña panadería; es por la mañana,
temprano. Siento el olor del pan que flota en el aire. Entro en la tienda y veo
que hay personas que hacen cola para ser servidas. Adelanto a todo el mundo y
digo: “yo soy la primera” riéndome, para bromear.
Me
vuelvo y veo a un hombre, el Jesús de mi infancia, una túnica larga, los ojos
azules fluorescentes y la barba. No veo más que sus ojos. Su mirada toma todo
el espacio y siento mi antiguo concepto de todo el amor del mundo, este deseo
de búsqueda del amor infinito. La niñita piadosa se siente humilde frente a
esta fuerza, esta pureza, esta belleza, esta imagen de Dios. Jesús me mira, me sonríe
y desaparece suavemente en la luz. Siento que con esta desaparición, un
ejército de personajes místicos desaparecen igualmente de forma definitiva.
Toda
la iconografía religiosa, todos los conceptos desaparecen para siempre de
manera suave.
Una
dama en el mostrador me dice: “he aquí sus panes.” Me siento molesta, tengo la
impresión de haber tomado el sitio de algún otro. Me responde: “¡pero no, está
ahí para ti!” Y me da los panes. Me tiende la mano y le doy lo que está en la
mía: un corazón de chocolate negro. Miro al exterior, es inmensa la parte
exterior y tan atrayente.
Humilde
ante esta experiencia, me siento como que no la merezco. ¿Porqué yo? ¿Porqué no
otros? Me siento indigna de vivir esta experiencia, pero la panadera me
confirma que estoy en mi sitio y que soy muy digna de vivir esto. A cambio, le
doy un corazón de chocolate, lo que simboliza todas las búsquedas de placeres
en el sistema de pensamiento egótico. Podría bautizar este corazón “Epicuro”. A
cambio de los panes que simbolizan el conocimiento, el estado natural, la vida,
doy mi corazón de chocolate nombrado Epicuro.
Y
ahí, miro al exterior, es ilimitado, todo es completo, todo es perfecto y soy
esto.
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facilitado por Béatrice Balme:
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